La malnacida by Beatrice Salvioni

La malnacida by Beatrice Salvioni

autor:Beatrice Salvioni [Salvioni, Beatrice]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2022-03-01T00:00:00+00:00


13

Maddalena sabía hacer gala de su desobediencia incluso a escondidas. Y se enorgullecía. Yo no me atrevía a contestar a la profesora, a mirar a los adultos a los ojos cuando me dirigían la palabra, y aceptaba cualquier reproche sin replicar «No lo he hecho adrede».

En cambio ella, incluso en situaciones en que debía pedir perdón, decir «Por favor» o «Perdóneme», lo hacía con aire desafiante. Desde fuera parecía irreprochable y humilde. Pero por dentro, en secreto, incubaba una rebelión.

No se rebelaba cuando la representante de la clase —que en ausencia de la profesora tenía la tarea de apuntar a las buenas y las malas en dos columnas separadas— la colocaba a la cabeza de la lista de las malas solo porque era «la Malnacida», o porque, «aunque todavía no ha hecho nada malo, sin duda lo hará».

Yo hubiera querido levantarme, gritar que era una injusticia, pero ella me hacía una señal para que permaneciera sentada, si no sería peor. Conocía la maldad de las compañeras, desleal y susurrada, llena de engaños y falsedades dichos a la espalda, y sabía que tarde o temprano se acabaría como el fuego que quema los rastrojos.

Maddalena tenía aguante. Aguantaba que le llovieran las bolitas de papel por su penosa pronunciación del latín o que le tiraran piedras en el recreo, de las que se protegía con su cartera de cuero. Las peores eran cinco chicas de segundo que habían sido sus compañeras de clase. La mandona era Giulia Brambilla, la hija del farmacéutico, a la que el año anterior Maddalena le había roto un diente de un puñetazo.

Giulia llegaba a clase por las mañanas en un coche negro con chófer, acompañada por la gobernanta; tenía tirabuzones claros y bien definidos como los de las mujeres de las revistas y una sonrisa de colegiala obediente en la que resaltaba la mella negra del colmillo perdido. Sacaba buenas notas y trataba a los profesores con deferencia y tono mesurado, pero cuando estaba segura de que los adultos no podían oírla, era mordaz y deslenguada con Maddalena. Le arrojaba puñados de tierra, le metía bocados masticados en los bolsillos, le tiraba del pelo hasta arrancárselo y la llamaba «maldita bruja».

Ella no reaccionaba. Yo me enfadaba. Tenía que denunciarlo a los profesores, responder a las provocaciones y hacérselas pagar. Era precisamente de Maddalena de quien había aprendido el gusto por la rebelión, y no entendía por qué aguantaba en silencio.

«Lo prometí», respondía.

Conmigo, sin embargo, Giulia y sus amigas se mostraban amables: me decían que mi pelo era bonito y me preguntaban si tenía algún pretendiente. Eso era lo que más odiaba.

Un día en que corríamos por el patio, Giulia Brambilla le hizo la zancadilla a Maddalena, que cayó sin siquiera tener tiempo de parar el golpe con las manos. Se desolló las rodillas y la barbilla.

—¿Te has hecho daño? —le pregunté mientras se sacudía la bata.

Soltó una de aquellas carcajadas que sonaban como las sandalias sobre los guijarros.

—Qué va.

Pero tuvo que acudir al dispensario porque, aunque tratara



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